MÁS allá de la línea roja

"El yonqui de cocaína es más jodido que el yonqui de heroína", el día a día en Las Torres de Villaverde, en Madrid

Cuna de los aluniceros desde finales de los años 90. Los restos de extintores y de chasis de coches quemados confirman la vigencia de la leyenda. Un barrio que vio nacer a algunos de los butroneros y ladrones a cuatro ruedas más famosos del país, hoy azotado por el consumo y venta de las drogas más duras.

Drogadicción en Las Torres de Villaverde

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"Eso es territorio muerte. Yo en pocos sitios he pasado tanto miedo como ahí". Recibo este mensaje en forma de audio de un compañero cámara de televisión que se ha enterado de nuestro periplo en las Torres de Villaverde. Acabamos de aparcar el coche a la 'sombra' de una de ellas.

La Policía Nacional se persona en una vivienda de la que han llamado por una pelea familiar. Son las 11:00 horas y recibimos el primer aviso: "Aquí no grabes nada u os parto la cámara. ¿Te rompo el coche?". Dos individuos encadenan amenazas dirigidas a mi compañero y a mí. Uno de ellos graba con su teléfono móvil la matrícula de nuestro vehículo y nuestras caras:"Estáis grabados, como salga en la tele ya sabéis lo que os espera".

Mencionar el término alunicero en algunas de estas calles provoca la espantada o el insulto. "Fíjate, ya nos están grabando por estar hablando con vosotros. Nos van a llamar chivatas". No queremos meter en problemas a dos señoras que utilizan el banco de madera más alejado de las torres para su tertulia. "Si seguís para el descampado, veréis restos de coches quemados". En los bajos de uno de los edificios que encontramos a nuestro paso, un operario de la limpieza trapichea con un vecino mientras hace su turno. Nos lo confirma el propio comprador. "A mí no me grabéis. He venido a que me dé lo mío y ya está. Vete o te pego un guantazo"

Toxicómanos bajo árboles

Nuestra presencia inquieta a todos aquellos que se dan cuenta de que somos periodistas. Las cámaras estorban y nos lo hacen saber de manera muy agresiva. "Alúmbrate a ti o a tus muertos", nos espetan.

La zona no es nada segura y decidimos alejarnos del filo de la navaja. En una zona de graffitis cercana a la Parroquia San Félix, ocultos entre unos chopos, M.J. y D.A. esconden las prendas recién robadas en Desigual. "Mira la etiqueta, 130 euros. Me quieren dar diez, es una vergüenza".

Nos acercamos a estos dos drogodependientes con la cámara apagada. "Me gustaría conocer vuestra historia. No os voy a juzgar". Les explico que dentro de una sección de barrios conflictivos de España, me gustaría encontrar el por qué de la marginalidad. Aceptan la entrevista y se encienden una china de base y caballo.

M.J. vio por última vez a su hija cuando tenía 22 años. Es profesora de filosofía y trabajaba en un banco cuando se enganchó: "Tuve un problema de depresión muy grande que me llevó a una disputa familiar. Me echaron de casa". "Cuando vine a Villaverde buscaba una pistola para matar a mi marido. Te lo juro por Dios". M.J. ha salido y vuelto al oscuro mundo de la sobredosis en varias ocasiones. "Llegué a vivir con unas monjas que me dieron trabajo. Estuve limpia cuatro años y una Nochebuena volví a beber. Cuando me di cuenta aquella noche estaba en Las Barranquillas pillando heroína."

El aroma de lo prohibido juntó a estos dos indigentes. 'Buscarse la vida' entre dos suele tener más rédito que individualmente. "Nos la jugamos cada vez que robamos. Estas prendas las vendemos a prostitutas, a nuestros camellos o a gitanas". Cada frase que sale de estos cuerpos esqueletizados es precedida por una calada en pipa.

"Yo conseguí quitarme en la cárcel. No tuve más remedio. Estuve preso por matar a un tío que me pegó en un fumadero", apunta D.A. Preguntarles por un futuro fuera de la calle, el hurto y la aguja es perder el tiempo. "Si no consumimos sentimos un vacío que no sabemos suplir con nada que no sea esto. Te puedo asegurar que lo que realmente nos hunde es la cocaína. El yonqui de cocaína es más jodido que el yonqui de heroína". M.J. nos desgrana sus primeras veces, el tonteo en ambientes de trabajo y entornos sociales 'normales'. A partir de ahí, un laberinto sin salida que reflejan sus ojos hundidos en la escasa carne de sus rostros.

"La heroína te deteriora más porque estás en la calle, no comes, no trabajas... La droga de hace treinta años no existe. Ahora está adulteradísima. Los buscas y lo buscas, pero nunca consigues aquello que conociste...". M.J. prepara el estropajo que sirve como filtro de su pipa, nos explica que en esa zona se quedó lo mejor de la droga, un aceite al que llaman 'chapapote'. "Vete para allá, por favor, voy a dar una calada".

Llevamos 40 minutos de entrevista, en cuclillas para no sentarnos en una zona en la que abundan restos de todo tipo. Mi compañera Andrea y yo nos empezamos a sentir mareados. Nos levantamos y antes de irnos... M.J. recuerda a su hija y se emociona. Expulsa el humo negro a la vez que sus ojos entran en una especie de estado de relajación extrema. Está colocada pero una lágrima se abre paso por las heridas y cicatrices de una piel que ya no es piel.

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