Homenaje al derivado más punk del cerdo
El fuet, el embutido Ramone
¿Qué tienen que ver el fuet y los Ramones? Pues, probablemente que, partiendo de fórmulas muy sencillas, resultan totalmente adictivos. A aquí van unas reglas para maridarlos.
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Hay un componente adictivo en el fuet que roza la demencia y del que carece cualquier otro embutido. Alimentarse únicamente de fuet es tan plausible para los simpatizantes de este alimento como votar siempre al mismo partido político para quienes prefieren atravesar la vida sin cambiar de opinión. El fuet encierra en su estrechez un placer reiterativo de los que nunca sacian, un misterio gastronómico de primer orden. Sucede lo mismo con el chocolate, con las pipas, con los amores turbulentos, con los tebeos de Calvin y Hobbes y con las 212 canciones que constituyen la discografía completa de los Ramones. De hecho, desde esta cátedra culinaria podríamos concluir, y concluimos, que lo más parecido al fuet, por primitivo, obsesivo y por la feliz simplicidad de su mecanismo, es la música que se inventaron aquellos cuatro hermanos bastardos de Nueva York.
No hablo a la ligera, pues esta teoría ha sido sometida a una simulación científica de un empirismo incontestable. He comprado cuatro fuets de Vic artesanales, los he colocado sobre la mesa de la cocina con la clásica formación en rombo del rocanrol, con el más largo al frente, dejándoles a todos el cordel de la parte superior a modo de melena suelta, y los he imaginado con cuatro minicazadoras de cremalleras y cuero aporreando sus instrumentos y coreando ‘Rockaway Beach’ (pinchada a tal efecto en el equipo de música). Y funciona, vaya si funciona. A la segunda estrofa, el moho que recubre la tripa de las cuatro longanicillas empieza a parecerse a la tela desgastada de un pantalón vaquero. A la cuarta, el cordel del cantante empieza a bambolearse. A la sexta, tú también coreas ‘Rockaway Beach’, mientras te comes al batería a bocados. Al repetir el experimento con otras canciones de los Ramones, el resultado ha sido, invariablemente, el mismo.
Un buen fuet, elaborado con un perfecto equilibrio entre curación y ternura, entre carne y grasa, entre sal, pimienta y ese dulzor tan particular que lo distingue del mero salchichón, genera la misma adicción enfermiza que inocula el glutamato químico en los snacks, en las hamburguesas de franquicia o en otras falsificaciones a las que tanto gusto da abandonarse. Sin embargo, al engullir fuet entre borbotones de saliva no te sientes sucio, como sucede cuando te atiborras de Doritos, whoppers, pizzas de juguete o de otros lodos industriales. El buen fuet, aun empujándote a comer con la insensatez propia de un ñu que atraviesa un río lleno de cocodrilos, te apalanca en el sofá y te va hinchando, rodaja a rodaja, de una felicidad limpia, casi diríase que sana, si no fuera porque al terminar con la barra apenas puedes bascular, no digamos ya intentar incorporarte.
Esta ausencia de culpabilidad en el consumo irresponsable de este embutido enano quizá se deba a la naturalidad de su fórmula: carne de cerdo picada, mezclada con especias, embuchada en una tripa, secada durante un mes y medio al aire, y ya está. No hay más. Es la misma sencillez incontestable de los tres acordes que sostienen las canciones de los Ramones, sus estribillos pegajosos, esos dos minutos redondos de rabia y dulzura, de punk y ‘doo woop’, que se suceden en sus discos bajo una eficacia extraordinaria, asombrosa por mucho que los hayas escuchado. Cada rodaja de los Ramones también resulta siempre fugaz, insuficiente, reclama encadenar otradosisde inmediato como hacían aquellos cuatro inadaptados cuando se subían a un escenario gritando sin descanso ‘One, two, three, four!’, ‘Hey, ho, let’s go!’, hasta que el público se transformaba en una masa satisfecha de sudor y energía y pelo.
Por supuesto, comer fuet y escuchar a los Ramones a la vez constituye uno de los mayores placeres terrenales imaginables, y (como se ha indicado aquí) científicamente demostrables. En ocasiones me he despertado a altas horas de la madrugada tumbado en el tresillo de casa con un cordel colgándome de la comisura del labio, babeando, y balbuceando ‘The KKK took my baby away’, no me avergüenza confesarlo. También he chupado muchos remaches de metal, apurando como un yonqui hasta el último sorbo de carne adherida a esa anilla del extremo inferior que sirve para cerrar la barra. Jamás de los jamases le quito la piel. Las pocas veces que no he tenido un cuchillo a mano y me he visto obligado a zamparme una barra de este manjar a bocados me he sentido un hombre asilvestrado, sórdido y vacuo, casi un diputado. Tampoco sé comer fuet sin pan, ni comer fuet y pan sin que la entraña me pida vino, vino que a su vez me devuelve la ansiedad de más fuet, arrojándome así a otro bucle feliz. Entre mis marcas preferidas se encuentran Aulet, Can Duran y La Selva, pues fuera de Cataluña es difícil localizar algo distinto a esos simulacros blanduzcos, a medio curar y fumigados de moho falso, que cuelgan de los frigoríficos de tantos supermercados haciéndose pasar por auténticos punks. Por último, confieso también que no tengo muy clara la relación familiar que emparenta al fuet con el espetec. Supongo que será un primo. Porque hermanos Ramone, que yo sepa, solo había cuatro. Aunque con Marky, que sustituyó a Tommy a la batería, la verdad es que salen cinco...
Supongo que a Tommy se lo debieron comer.
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