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El central, protagonista de otra final en la que mete gol
Sergio Ramos y nada más
Patente quedó por enésima vez que Ramos es el jugador de los mil y un jugadores: Carlos Santillana y sus cabezazos, José Antonio Camacho y su casta, Juanito y su ‘cancherismo’, Raúl González y su pundonor, o Fernando Hierro y su liderazgo central... Su gol en la final del Mundialito, como sucediera en la semifinal del torneo, abrió camino a un equipo sostenido en todo momento por su garra.
No chirría tanto amor devoto como profesa el madridismo al que considera su capitán sin brazalete. Y no necesita el de Camas una cinta de tela abrochada en el bíceps para representar al vestuario, para decir siempre lo que piensa, ni para ser el primero en el pelotón de batalla cuando se trata de defender la camiseta blanca que venera desde el verano de 2005.
Por aquel entonces, ni su largo y lamido pelo de chico bueno de coro de parroquia de barrio pudo disimular su verdadero yo, el del más chulo del campo, el del tipo que no lloró ni cuando el doctor le dio la palmada de bienvenida al mundo. Porque a Ramos pronto le delataron su incorregible carácter de rebelde luchador y las repeticiones ‘slow motion’ que le señalaron como conocedor profundo de la verborrea malsonante a recitar cuando dos muflones están a punto de la embestida.
Líder desde la sala de prensa al campo, pasando por la caseta
Lo demostró, por vez enésima, en la final del Mundialito. Empezó a jugar ante la Prensa, porque si San Lorenzo es el equipo del papa, “el Madrid es el equipo de Dios”. Y siguió en el césped, donde mejor hablan los que, como él, no necesitan palabras. Saltó al campo decidido a demostrar que por mucho que San Lorenzo fuese a “serruchar” no hay sierra forjada que pueda con sus piernas, aun cuando una de ellas padece una rotura de fibras por la que la gente común se recoge en casa viendo la tele en el sofá y sorbiendo sopa. Más que contra San Lorenzo, para Ramos era un pulso contra sí mismo y su orgullo de gladiador.
Y empezó su recital. Cada cruce, cada balón dividido, era un trapo al que entrar y Ramos no declinó invitación alguna. Arremetió cual toro. Enfrente no había una verónica colorada, pero no importó porque era peor, más provocador: un uniforme azul y grana. Se vivieron minutos de preliminares en los que Sergio no era central del Madrid, sino adolescente de recreo de instituto enseñando lo machito que es delante de las chicas buenas de clase. Su exhibición de testosterona encerraba un duelo a cara o cruz que podía acabar en el vestuario, expulsado, o en la gloria, con el Balón de Oro del torneo.
Los hados volvieron a acariciar a un jugador nacido para hacer historia. Porque la final duró lo que tardó Sergio Ramos en querer decidirla. Esta vez, ni esperó al minuto 92:48, ni tuvo a Modric de socio. Su aparición fue en el 37’ y su compinche, Kroos. En el campo nada importa si dices “Merry” o “Morry” Christmas, ni si tu alemán es depurado o el justo para pedir un par de birras en un chiringuito de Mallorca. La unión Kroos-Ramos dio a luz a un gol mensajero que informó de que la final estaba acabada y de que el 2014 del central ha sido mejor que el de Messi –e incluso Neuer-, por mucho que ciertas listas se hagan las orejas.
Dar patadas para recoger la nada
Los del San Lorenzo, que andaban dando estopa como si los señores con traje de los Guinness World Records estuvieran en la grada pasándoles examen para optar al récord por broncos, cayeron en la cuenta de que no estaban en un capítulo de SmackDown, sino en un partido de fútbol, tal vez el más trascendente de sus vidas.
Pero era demasiado tarde y tras el gol de Ramos la final siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Porque Ancelotti -16 títulos como entrenador- ha construido un Madrid –el primero en alzar cuatro títulos en año natural- que es la muerte hecha equipo de fútbol: algo raro tiene que pasar para que, más tarde o más temprano, no te sobreviva. No hay vida que se le resista. 22 son las víctimas seguidas que acumula en el sótano.
Como dicen del tiempo que es oro, Isco aprovechó el fin de fiesta para lucirse. Mágico como él solo, sacó su condición de jugador cotilla y oportunista. Husmeando por la frontal del área, le cayó un balón y extendió una alfombra roja por la que lo lanzó hacia la antesala de los goles. Mientras Bale la enfilaba y sonreía a los flases del ‘photocall’, el portero le ayudó a sentenciar y hacer gol en otra final, no fuese que Valencia o Lisboa padeciesen de soledad.
Pero el turrón se había partido antes. Cuando Sergio Ramos decidió por él y por todos sus compañeros, por un entrenador excelso y por una plantilla de ensueño. Así se subió a la cima del mundo el Madrid en el día en el que el camero, con gol y corazón, pidió al madridismo que le dedique el estribillo de una canción: Sergio Ramos… y nada más.
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