Casa Ballongo, en Oviedo
Faustino, el artista del escabeche
El escabeche es la piedra angular de la cocina de esta auténtica casa de comidas situada en Oviedo. Faustino Mier es el artista capaz de obrar maravillas con un poco de aceite, vinagre, ajo, cebollas y alguna hierba aromática.
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“En mi familia, soy el quinto Faustino”, dice, presentándose, como si fuera una botella de Rioja leída en sentido inverso. Faustino, sin embargo, es un hombre robusto y derecho, que nació en el mundo con la clásica afabilidad asturiana (brusca, cálida, calma) y tocado por un talento prodigioso para escabechar. Hay quien aterriza en la vida con una habilidad terrible para almacenar dinero, para acodarse en la barra de los bares sin perder jamás el equilibrio, o para quejarse a diario por el trabajo que le ha tocado en suerte. Faustino no. Faustino escabecha. También asa cochinillos con paciencia de pequeña aldea gala, estrella huevos verdaderos entre oricios, langostinos y algas, y transforma la tinta del calamar en una ambrosía negra. Pero, sobre todo, escabecha. Lo que sea. Yo estoy sopesando pedirle que me escabeche a un par de amores viejos que perdí de adolescente, a ver si con su mano mágica para esta ciencia del adobo me los resucita y, una vez redivivos, los puedo conservar en tarros de cristal con los tapes forrados primorosamente por trocitos de tela roja a cuadros. Podría recurrir a ellos en alguna urgencia, en alguna soledad de invierno, y comérmelos en la cama sin quitarme la bata. Seguro que, al destaparlos de su vacío, la mezcla de fragancias femeninas y de sensual acidez me azuzaría antiguos recuerdos meridionales y haría aflorar bajo mis refajos el ímpetu de aquellos años, ay.
Porque Faustino es un nigromante del escabeche, madre mía. Según me contó en una sobremesa de confidencias, mezcla en el puchero una combinación exacta de aceite y vinagre, que adereza con ajo, cebollas y alguna hierba para producir una pócima perfumada y suave, una sabrosa salsa de textura gorda capaz de rescatarle a cualquier animal difunto, sea carne o pescado, sus mejores sabores y hasta algunos que ni siquiera atesoraba el animal original. En ese ungüento del cielo sumerge Faustino perdices, codornices, bonitos y hasta ancas de pavo, invocando a dios sabrá qué (a algún trasgo de los montes de Oviedo, a la maldición palaciega de Santiago Calatrava, al alma queimada de Gabino de Lorenzo) para sustanciar el milagro principal de Ballongo: el escabeche más supino que encontrarás en Asturias, querido amigo.
Así se llama el sitio, Ballongo, una auténtica casa de comer. Primero porque, en efecto, es una casa. Desde 1900 fue un lagar familiar que, llegada la quinta generación y el salto de siglo, Faustino decidió convertir en restaurante. Está pegado a una carretera sinuosa que parece querer escaparse de la capital y que, en su primer tramo, conduce al cementerio de San Esteban de las Cruces. Un poco más adelante, casi imperceptible, se encuentra este establecimiento que comercia con Lázaros de granja y de mar recién levantados del sueño eterno.
Su modesta fachada casi no llama la atención: tres puertas, un toldo verde, tres palabras rotuladas en morse: “Restaurante Sidra Ballongo”. Adentro, una barra amplia y sencilla, unas pocas mesas y, al fondo, un comedor poblado por decenas de cornamentas, por trofeos cinegéticos que parecen querer subrayar la mezcla de vida y de muerte que se opera en la cocina.
Allí trajina entre cacharros y electrodomésticos comunes Faustino Mier, un pedazo de chef “autodidacta" que ha aprendido —y aprende— a base de pruebas, de intentonas que juzga con severidad eclesiástica su esposa, quien, amén de censor culinario, hace también las veces de encantadora camarera, con la asistencia puntual de sus hijos cuando la sala se llena de fieles de este templo poco conocido de Oviedo. Aunque tienen una carta impresa, los platos, en realidad, se cantan.
Ballongo es pues una casa de verdad, o cuatro paredes de comida, familia y hospitalidad sincera.
Pero también es un resumen de España. El aceite llega de Extremadura. Los pulpos, de Galicia. El cochinillo y el cordero, de las Castillas. Los peces, de ahí al lado. Si el día que aparezcas te ofrece bacalao o atún rojo, ten por seguro que serán ciertos, no simulacros de importación. Porque si un proveedor le falla, no repite en su despensa, de la misma forma que Faustino no regresa a un restaurante como comensal si le decepciona la calidad de sus ingredientes. “Yo no sé si sé cocinar, lo que sé que no estropeo las cosas buenas”, dice, resumiendo todavía más la sentencia de Josep Pla: “La cocina es el arte de resucitar cadáveres, no el de rematarlos”.
Faustino, el quinto de una estirpe, se ha consagrado en apenas 15 años como un resucitador prodigioso. Asa los cochinillos por encargo porque les dedica más horas de horno de las que casi tuvo en vida el bicho. Cuando pidas chuletón, escucharás los hachazos al fondo separando la pieza, haciendo temblar las encimeras con una violencia medieval que te despierta un apetito insensato. Aplaudirás sus pescados bien mimados; entre la salsa de sus callos creerás ver el reflejo de mil buenos augurios. Y al pobrar sus escabeches, querrás abrazar y besar a este hombre, a su mujer, a sus hijos…, a todas las ramas de su árbol genealógico, a todas las mujeres que te maltrataron en la adolescencia y hasta a la cabeza de venado que, desde una esquina del comedor, preside los banquetes como guardián mudo de toda esta magia doméstica.
Restaurante Casa Ballongo. El Caldero, 5. Oviedo. Teléfono 985 21 45 40. Precio medio: 25 euros.
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