Está en Hoznayo, en Cantabria
La Bicicleta, un restaurante para enamorarse
Hay restaurantes que enamoran y, ojo, que invitar a enamorarse. Es el caso de este coqueto comedor, situado en la localidad cántabra de Hoznayo. Risotto de txangurro y ceviche de lubina en una atmósfera que parece anticipar el nacimiento de un idilio.
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Todo en La Bicicleta es encantador. La finca, con dos terrazas floridas en las que retozar feliz cuando el sol -siempre de paso por el norte cantábrico- decide saludar. La casa, de pueblo, robusta, y primorosamente rehabilitada para acoger este restaurante de moda al que ya hay que llamar con varios días de antelación si quieres reservar mesa. O los camareros, diligentes y simpáticos, vestidos cual granjeros de catálogo, con pantalones azulones, camisas azul celeste con estampados blancos, y con largos delantales marrones que parten del cuello y que se cruzan a la espalda con una suerte de tirantes que les ciñen el talle y les confieren un aire ciertamente alegre. Hay una camarera en concreto, rubia y fragante, a la que apetece coger, depositar con mimo en el asiento del coche, y llevársela, sin dejar de mirarla, respirando su candor.
La Bicicleta es, de hecho, y merced a esta vocación de adorno, un establecimiento perfecto para un idilio, para ese devaneo que no has hecho más que tantear. Ahí, entre los vasos de cristal grueso, las mesas y sillas de madera y metal, las paredes de piedra, las lámparas tenues de latón que penden del techo alto, el pequeño jarrón con flores pizpiretas y las cortinas lisas recogidas con un cordel, ahí, en ese ambiente de imposible delicadeza rural, rematas tu amorío fijo. Y si no, es que te has equivocado de conquista, porque en toda Cantabria no encontrarás otro establecimiento, como este de Hoznayo, más adecuado para el romance. Yo fui con un amigo hetero y casi le entro a los postres.
Porque ese día hasta el resto de comensales parecían colocados por la organización para colaborar en el arrobo general. Un joven de flequillo desproporcionado y con una camiseta chulísima de Steve McQueen reía con sus amigos con una salud envidiable. Una familia muy decorada, que por los acentos parecía turista, celebraba el cumpleaños de un niño rubísimo vestido con unos impolutos pantalones cortos, unos zapatos de adulto y una chaqueta de punto blanca, clásica, de ochos, con el cuello ribeteado en azul. Aquel crío parecía el recogepelotas del duque de Windsor. La casa le sirvió una tarta de chocolate elaborada a cuatro manos por Hansel y Gretel. Qué sencilla y qué bonita.
Me dio tiempo de espiar como una alcahueta al público porque antes de comer tomé una caña en la barra, dispuesta con gracia como si fuera el mostrador de un antiguo colmado. Una pizarra en un tramo de pared anuncia las raciones más proclives al vermú. Una mesa central esconde la caja registradora tras una báscula antigua y unas cajas de fruta, y sirve, en un agradable desorden, para almacenar las aceitunas, partir el pan y para colocar los vasos y las copas que se van despachando sin cesar, camino de las terrazas, del comedor, de los círculos de gente charlando. Al fondo de la barra se ve la cocina, abierta, llena de plantas, con los cocineros trajinando y enlucida con un azulejo blanco también de inspiración añeja que consigue transmitir la confianza de que allí vas a comer bien. Y si dudas, la sonrisa de la antedicha camarera te reconduce al ensueño.
Ya en la mesa, y antes de siquiera de encargar la comanda, descubres dos detalles que por sí mismos distinguen a cualquier restaurante: el pan, variado y delicioso, y el agua, gratuita porque es del grifo pero presentada en una botella de cristal de tapón basculante, del modelo habitual que se utilizaba para las gaseosas en el siglo anterior. La carta prioriza el picoteo -llamativo-, ofrece media docena larga de ensaladas, otro tantos platos de carne, añade una competente carta de vinos y otra amplia de cafés, tés e infusiones, y se completa con pescados, setas y otros productos de temporada de los que te informa directamente el camarero. Yo fui con un amigo y elegimos, para compartir, risotto de txangurro (fuera de carta); ceviche de lubina con vinagreta de pulpo y cebolla roja; hamburguesa de rabo de toro y foie; y tarta sacher.
Todo estaba rico. El risotto quizá sabía más a parmesano que a txangurro; el ceviche estaba perfectamente marinado, aunque el corte del pez era un pelín correoso; la hamburguesa empezaba con fuerza y llevaba una mostaza estupenda, aunque la mezcla de una carne grasa con el foie te recargaba un poco los mordiscos. La tarta cumplió su función. Por supuesto, los cuatro platos llegaron a la mesa presentados con una gracia indiscutible. Cuando pedimos la nota, y contando que además habíamos tomado dos cañas, dos copas de vino y dos tés, los 48 euros que abonamos mejoraron el conjunto y auparon el veredicto final. Merece la pena ir, porque todo en La Bicicleta es bonito. Como en las buenas discotecas, aunque no ligues ni te enamores, sales con la sensación de que allí siempre podrás mojar. O dicho de otra forma: sales encantado.
La Bicicleta.La Plaza, 12. Hoznayo-Cantabria. Teléfono 942 524 538. De martes a domingo, de 12.30 a 1.30. Precio medio: 20-25 euros.
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