INCENDIO

Quemado pero vivo: La dura lucha de Manolo, el vecino de Salamanca que desafió al fuego

Acorralado por el fuego en Cipérez, Salamanca, Manolo no soltó la garrafa que llevaba en las manos mientras las llamas le devoraban el cuerpo. Sobrevive con quemaduras en el rostro, las piernas y la espalda, y lo recuerda con una frase que hiela: “No tuve miedo, no me dio tiempo a tener miedo.”

Manolo

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En Cipérez, Salamanca, el fuego arrasó con todo menos con la dignidad de sus vecinos. La noche en que las llamas cercaron el pueblo no había camiones de bomberos suficientes, ni helicópteros, ni cuadrillas de refuerzo. Solo hombres y mujeres con ramas de roble en las manos, el árbol que más abunda en la zona. Con eso combatieron las llamas. Con eso y con el coraje de saber que, si no lo hacían ellos, el fuego se lo llevaría todo.

José, uno de los vecinos, lo explica con crudeza en Espejo Público: “Apagué el fuego de mi finca con ramas. Ese fue el medio que tuvimos todos.” Vinieron de los pueblos cercanos, agotados, corriendo a ayudar. No hubo tiempo para más. El fuego era rápido, brutal, y los equipos que llegaban lo hacían exhaustos de luchar en otros frentes.

Acorralado por las llamas

Manolo no tuvo tanta suerte. El incendio lo arrinconó sin salida. En sus manos, una garrafa que no pudo soltar. El miedo lo paralizó, pero de una forma extraña. Ni siquiera pensó en usarla para protegerse. “La agarraba fuerte mientras me quemaba”, recuerda.

Las llamas le alcanzaron el rostro, las piernas, el brazo derecho, la espalda. Hoy sobrevive entre vendajes y curas, con el cuerpo marcado por el fuego. Y aun así, lo cuenta con una calma que estremece: “No tuve miedo. Increíble. Pero es que no me dio tiempo a tener miedo.”

Un pueblo herido

Cipérez arde todavía en la memoria de sus vecinos. La ceniza cubre los campos, los muros ennegrecidos recuerdan la batalla y los cuerpos cansados de quienes lucharon con ramas dicen más que cualquier dato oficial.

Esa noche nadie se sintió héroe. Nadie lo pretendía. Solo intentaban salvar su tierra, sus casas, sus recuerdos. Pero lo que hicieron —frenar las llamas sin más medios que sus manos— fue un acto heroico.

La pregunta que queda

Ahora queda la rabia. ¿Cómo pudo un pueblo entero quedarse solo frente al fuego? ¿Cómo es posible que el destino de Manolo y de tantos otros dependa de una rama de roble en lugar de un extintor, un cortafuegos o un retén preparado?

La respuesta arde aún más que el incendio.

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