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¡Y son divertidos!

Un inglés, un francés y un español... tres libros de cocina descacharrantes

"La fisiología del gusto", de Brillat-Savarin, "Lo que hemos comido", de Josep Pla y "El perfeccionista en la cocina", de Julian Barnes, forman una trilogía capaz de convertir a un mero aficionado en un experto cocinillas.

'El perfeccionista en la cocina', de Julian Barnes. Pura vis cómica entre fogones.

'El perfeccionista en la cocina', de Julian Barnes. Pura vis cómica entre fogones.Cocinatis

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Un inglés, un francés y un español, como en los chistes antiguos, escribieron tres libros imprescindibles para cualquier aficionado a la gastronomía a quien le guste reflexionar sobre por qué la cocina provoca efectos tan poderosos sobre nuestro ánimo, y además tirarse el moco. Los autores son tres tipos raros, singulares, que probablemente no sabrían de qué hablar de encontrarse atrapados en un vagón de tren, pero a los que una cena servida con generosidad y arte les aproximaría en una sobremesa dicharachera. Les reuniría en torno a una de esas digestiones colectivas y repantingadas donde, al verte a punto de amodorrarte, peleas contra tu organismo para que no precipite toda la sangre al estómago y te deje algo en la cabeza con la que poder opinar sobre el menú despachado, sobre otros precedentes, sobre las tías, la política o sobre cualquier porqué. Desde ese cojín de felicidad que proporciona un buen banquete (y que te precipita al licor de un modo irremediable) parecen escritos 'La fisiología del gusto', de Jean Anthelme Brillat-Savarin, 'Lo que hemos comido', de Josep Pla, y 'El perfeccionista en la cocina', de Julian Barnes.

Cada uno de estos libros se corresponde además con un siglo particular, desde el XIX hasta este XXI, y su colección en la estantería de casa, además de engalanarla, ilustra en cierto modo cómo se ha vivido la pasión por la comida según evolucionaba la sociedad moderna: el banquete aristócrata, la aparición de los primeros restaurantes en Europa, la transición de la cocina popular a la cocina burguesa conforme avanzaba el siglo XX y, finalmente, la actual afición doméstica, tan efervescente en los medios de comunicación que alcanza hasta a los críos. Por último, esta terna de obras maestras de la literatura de tripas ofrece también un divertido viaje por la idiosincrasia gastronómica de los tres países en cuestión: la voluptuosidad francesa, la austeridad hispana, la disciplina inglesa. Brillat-Savarin intenta establecer un tratado casi filosófico, un manual definitivo del placer, mientras que Pla recopila y analiza la cocina rural, ponderándola, y Barnes articula un descacharrante ensayo personal sobre el cocinero aficionado pero de talento escaso.

Vayamos uno por uno.

Jean Anthelme Brillat-Savarin atesora la condición de haber sido el primer escritor en publicar un tratado sobre gastronomía con un objetivo enciclopédico. Y en efecto, eso parecía pretender, pues, amén de recorrer todos los aspectos relacionados con la alimentación (incluido el sexo, en efecto), infundió una ambición científica a su ‘Fisiología del gusto' muy engolada y realmente divertida de leer hoy en día. Cuando, de ciento a viento entre sus encantadoras páginas, el bueno de Jean Anthelme acierta en alguna de sus hipótesis presuntamente empíricas, expuestas todas ellas con tremenda prosopopeya y sin ninguna cautela, lo hace de puñetera casualidad, caso de la reacción de Maillard, donde da en el clavo arrojando el martillo al aire. Por el contrario, muchos de sus errores, o sus teorías más descabelladas, resultan de un candor casi romántico. Lean este extracto escatológico a modo de ejemplo:

“Podría dividirse al género humano civilizado en tres grandes categorías: los regulares, los estreñidos y los disentéricos. La experiencia acredita que quienes se hallan en cada una de estas series no solamente tienen disposiciones naturales parecidas (…), sino que además tienen algo de análogo y similar en la manera mediante la cual cumplen las misiones que el azar les ha confiado en el transcurso de la vida. Para hacerme comprender mediante un ejemplo, lo tomaré del vasto campo de la literatura. (…) Desde este punto de vista, los poetas cómicos deben de encontrarse entre los regulares, los trágicos entre los estreñidos, y los elegiacos y pastoriles entre los disentéricos, de donde se deduce que el poeta más lacrimal no está separado del poeta más cómico sino por algún grado de cocción digestiva”.

Caca, ciencia y poesía. Insuperable. Aun a pesar de sus patadas a la biología, la química y la lógica, la ‘Fisiología del gusto’ compone un resumen definitivo del amor mayúsculo que la gastronomía puede despertar en cualquier persona con un afán concupiscente. En este caso, en un amago de Voltaire tan absolutamente arrobado por el placer de la cocina que, a través de ella, intenta explicar todos los recovecos de la condición humana y si se apura, hasta del mundo entero. No lo logra, pero anda que no molaría que de chiripa hubiera acertado. Lean pues ‘La fisiología del gusto’, a ser posible en la reciente edición ilustrada de Trea, prologada por Eduardo Méndez Riestra, que duplica su disfrute.

‘Lo que hemos comido’ está magníficamente prologado por Manuel Vázquez Montalbán, quien señala la influencia que estos escritos de Josep Pla tuvieron en cocineros, gastrónomos y aficionados de los años ochenta, en esa generación que reivindicó la dieta mediterránea y que, para fortuna propia y ajena, la encumbró. Una década antes, Pla se sienta con boli y boina a ordenar su memoria culinaria. Aunque en el albur de sus años ya ha viajado por medio planeta, nunca se ha despegado de su tuétano payés, y a esa despensa consagra su libro bajo un índice que parece la carta de un restaurante modesto: escudella i carn d’olla, tortilla, pollo, pescado, pan... Capítulo a capítulo, uno de los mejores escritores que ha dado este país enlaza una colección fabulosa de reflexiones, costumbres y apuntes bajo cuya aparente llaneza asoman conocimientos de biología y química, y una poderosa lógica. Aparte del imprescindible humor:

“Cuando llueve en otoño los caracoles corren, deambulan por su territorio y la gente que va en su busca suele recogerlos a montones. Después los ponen en ayuno. Los mejores caracoles son los que han estado en ayuno. La operación consiste en meter el caracol en una jaula herméticamente cerrada y no darle nada de comer. Los caracoles son sometidos a lo que en la época del capitalismo arcaico se denominaba el pacto del hambre. (…) El nuestro es un país devorador de caracoles, pero aquí los comemos a dieta; para entendernos, con los intestinos secos. Lo caracoles tienen un aparato digestivo voluminoso e importante. En Francia, por el contrario, gustan los caracoles tiernos, redondos, llenos; para entendernos, llenos de mierda. Son los que se pagan más caros y son más apreciados”.

Y así, con un segundo extracto escatológico, llegamos al inglés que cierra el chiste, Julian Barnes:

“Empecé a cocinar tarde. En mi infancia, el remilgado proteccionismo habitual rodeaba las actividades de las cabinas electorales, el lecho conyugal y el banco de la iglesia. No advertí la existencia de un cuarto lugar secreto –secreto, al menos, para los chicos- en la familia inglesa de clase media: la cocina”.

Así empieza ‘El perfeccionista en la cocina’, uno de los libros más divertidos sobre gastronomía escritos nunca (siempre que P. G. Wodehouse, Tom Sharpe o Monty Python te hagan reír). Barnes relata en esta suerte de ensayo cómo la cocina pasó en su vida de ser “un lugar de necesidad penosa”, a “otro de placer tenso”, pues se declara un cocinillas avezado aunque de poca imaginación y esclavo de las recetas que intenta. A partir de esa confesión, el libro mezcla anécdotas, manías, consejos para almas gemelas y agudos comentarios sobre multitud de libros, aparejos de cocina o cocineros célebres que acaban por revelar a un gastrónomo culto, competente y desquiciado a partes iguales. O sea, a un gastrónomo del siglo XXI.

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