En un artículo publicado el 15 de julio en la revista 'American Journal of Preventive Medicine', mis colegas y yo utilizamos una simulación por ordenador basada en el conjunto de los habitantes de Estados Unidos para comprobar hasta qué punto tendría que ser efectiva una vacuna, y a cuántas personas habría que vacunar, para acabar con la pandemia.
Descubrimos que la eficacia de la vacuna del coronavirus tendría que ser superior al 70%, e incluso llegar al 80%, para que los estadounidenses pudieran dejar atrás de forma segura las actuales medidas de distanciamiento social. En comparación, la vacuna del sarampión posee una eficacia de entre el 95% y el 98%. La de la gripe, de entre el 20% y el 60%.
Esto no quiere decir que una vacuna que ofrezca menos protección no sea útil, sino que ciertas medidas de distanciamiento social seguirán siendo necesarias.
¿Qué es la 'eficacia' de una vacuna?
Algunos líderes políticos han afirmado que los países volverán pronto a la normalidad, sobre todo si se dispone de una vacuna a finales de año o a comienzos de 2021. Aunque es cierto que en la actualidad ya hay algunas vacunas en fase de ensayos preliminares, estos plazos resultan muy optimistas.
Sin embargo, es importante recordar que una vacuna es como muchos otros productos: lo importante no es solo poder tenerlos, sino también hasta qué punto son eficaces. Pongamos como ejemplo la ropa. Si vas a una cena formal, la ropa interior cubre tu cuerpo solo parcialmente, mucho menos de lo que requeriría la situación… Pero eso no quiere decir que no sirva para nada.
Del mismo modo, las diferentes vacunas podrían ofrecer diferentes niveles de protección. Los científicos se refieren a esto o bien como la eficacia o bien como la efectividad de una vacuna.
Si a 100 personas que no han sido infectadas les suministramos una vacuna cuya eficacia es del 80%, eso quiere decir que, de media, 80 de ellos no se contagiarán.
La diferencia entre eficacia y efectividad es que la primera hace referencia a cuando la vacuna se aplica en condiciones bien controladas, como un ensayo clínico, mientras que la segunda se utiliza cuando se suministra en condiciones reales.
Lo normal es que la efectividad de una vacuna sea menor que su eficacia.
Las simulaciones muestran qué podría ocurrir
En la medida en que las vacunas para el coronavirus aún están en desarrollo, en este momento tenemos que fijar nuestros objetivos en términos de eficacia y saber manejar las expectativas. La única forma de hacer ambas cosas de manera ética es a través de las simulaciones por ordenador.
Para este estudio, nuestro equipo del proyecto PHICOR de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, en colaboración con científicos de la Escuela Nacional de Medicina Tropical de la Escuela de Medicina de Baylor (ambas en EEUU), ha desarrollado un modelo de simulación informático que reproduce las interacciones sociales del conjunto de habitantes de Estados Unidos.
Gracias a este modelo fuimos capaces de simular diversos niveles de contagio entre esta población virtual y también de proyectar cómo sería su expansión en varios escenarios pandémicos. En cada uno de ellos se calculaban las posibilidades de que una persona infectada acabara necesitando hospitalización, requiriera un respirador o muriera. Todo en función de la gravedad de sus patologías, al igual que ocurre en el mundo real.
Los experimentos que se valen de este modelo pueden proyectar los efectos de las diferentes vacunas. Y también lo que podría ocurrir si durante la duración de la pandemia solo una fracción de la población la recibiera.
Los resultados muestran hasta qué punto las vacunas con diferentes niveles de eficacia tendrían incidencia sobre la pandemia. Además, dichas conclusiones también podrían usarse para calcular el impacto de la vacuna en aspectos como el número de personas que se infectarían y los costes y resultados de las políticas sanitarias. En este caso, damos por sentado que solo sería necesaria una vacuna.
¿Qué hará falta para frenar la pandemia?
En condiciones normales, tanto en situación de epidemia como de pandemia, y cuanta más gente se expone al virus, el número de nuevos infectados diarios se incrementa de forma estable hasta que alcanza un pico y empieza a descender. Pero, por supuesto, el tiempo que se pueda dilatar este proceso depende de cómo vayan evolucionando tanto el propio virus como las formas de combatirlo.
Para parar la pandemia es necesario que el número de nuevos infectados descienda a cero (o al menos a un número muy bajo) lo antes posible.
Si la pandemia del COVID-19 estuviera empezando y el porcentaje de población infectada fuera cercano al 0%, las simulaciones demuestran que la eficacia de la vacuna debería ser de al menos el 60 % para detener al coronavirus, y toda la población debería estar vacunada.
Este escenario probablemente no sea posible dado que, en primer lugar, existe un porcentaje de personas que no podrían ser vacunadas por edad o por problemas de salud. Y en segundo lugar, muchas personas se negarían a que se les administrase la vacuna.
Si solo se vacunara al 75% de la población, la eficacia de la vacuna tendría que rondar el 70%. Y si solo se suministrara la vacuna al 60%, el umbral de eficacia tendría que ser aún mayor, de en torno al 80%. La clave está en asegurarse de que se frena la cadena de contagio del virus.
Estas cifras parten de la premisa de que cada persona infectada contagia a una media de 2,5 personas más. Así, si el virus se volviera más contagioso, la vacuna tendría que ser a su vez más eficiente.
Ahora bien, cuanto más dure la pandemia menos margen habrá para reducir su incidencia con respecto a su nivel máximo. Es como cuando subes a una montaña, que ya partes de una determinada altura. Además, es más difícil acabar con una pandemia cuando existe un número creciente de personas que pueden contagiar.
Así, cuando en torno al 5 % de la población ya está infectada del virus, lo mejor que se puede llegar a hacer es reducir la incidencia del virus en torno a un 85 % con respecto a su nivel pico. La diferencia entre un 0 % y un 5 % de infectados implica millones de contagios. Hasta este momento hay constancia de que en torno al 1 % de la población de Estados Unidos está infectada, aunque hay fuentes gubernamentales que creen que el porcentaje real es mucho más alto.
El porcentaje de gente que se vacune será clave
Con todo lo anterior en mente, una vacuna con una eficacia tan baja como el 60% podría servir para frenar la pandemia y permitir que la sociedad volviera a la normalidad. Sin embargo, para que esto fuera así la mayoría de la población mundial, si no toda, tendría que estar vacunada.
Esto parece poco probable si tenemos en cuenta que las encuestas que indican que solo tres cuartas partes de los estadounidenses afirman que aceptarían recibir una vacuna contra el coronavirus en caso de que les aseguraran que esta fuera segura.
Con menos personas protegidas, la vacuna tendría que tener una eficacia de al menos el 80% para poder parar la pandemia por sí sola, es decir, eliminando por completo las medidas de distanciamiento social. Este dato podría servir como referencia para fijar un objetivo de cara al desarrollo de las distintas vacunas contra el coronavirus.
De nuevo, esto no quiere decir que una vacuna con una eficacia más baja debiera considerarse inútil. Solo significaría que las medidas de distanciamiento social y la obligación de llevar mascarilla continuarían hasta que la pandemia fuera remitiendo de forma natural o hasta que apareciera una vacuna lo suficientemente buena.
Autor: Bruce Y. Lee, profesor de Política y Gestión de la Salud, City University of New York.
El artículo original ha sido publicado en The Conversation.