Redes sociales
Conectados entre likes y filtros pero cada vez más solos: ¿Pueden las redes sociales afectar negativamente a nuestra salud?
Pasamos una media de más de dos horas al día conectados a las redes sociales. Lo que empezó como una herramienta para comunicarnos se ha convertido en una fuente silenciosa de ansiedad, comparación y dependencia. La línea entre lo virtual y lo real se difumina, y la salud mental se resiente.

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Hagamos la prueba. Consultemos en nuestro móvil el tiempo que dedicamos cada día a las redes sociales. Quizás sean dos, tres horas, o cuatro. Puede que más. No sorprende: Instagram, TikTok o X son, para muchos, la principal ventana al mundo. Nos informamos, opinamos, nos comparamos y nos medimos a través de ellas. Pero esa aparente conexión tiene un coste invisible: el bienestar emocional.
“Diferentes estudios han señalado los posibles efectos perjudiciales del uso de redes sociales en la salud mental. Pueden afectar de forma negativa al estado de ánimo, reducir el bienestar subjetivo y la satisfacción con la vida y aumentar la sensación de soledad”, advierte Yolanda Triñanes, doctora en psicología y jefa de servicio de Atención a la Salud Mental de la Xunta de Galicia.
El móvil se ha convertido en una extensión del cuerpo, un apéndice digital que no solo nos informa, sino que nos define. Cada “me gusta” o cada visualización actúan como pequeñas recompensas que el cerebro celebra con descargas de dopamina. Lo que parece inocente puede convertirse, poco a poco, en una forma de adicción emocional.
Jóvenes en el punto de mira
Los adolescentes son, según la psicóloga, el grupo más vulnerable: “La infancia, la adolescencia y los jóvenes son etapas vitales de importante desarrollo emocional y social”.
Basta observar un instituto a la hora del recreo: decenas de jóvenes mirando pantallas, compartiendo memes o editando vídeos en silencio. La conversación ya no es oral, sino táctil. Y en ese entorno digital, la comparación constante se convierte en una amenaza.
Sandra, 16 años, reconoce que su estado de ánimo depende del número de visualizaciones que tiene su último vídeo: “Si algo no gusta, me paso el día pensando qué hice mal”. No es un caso aislado. La validación externa, antes limitada al entorno cercano, se ha multiplicado hasta convertirse en una exigencia diaria.
Otro grupo de riesgo son las personas con trastornos mentales o problemas de salud mental preexistentes, ya que “sus síntomas podrían verse agravados por los efectos negativos de las redes sociales”.
El filtro de la felicidad
La trampa de las redes no está solo en el tiempo que les dedicamos, sino en lo que nos muestran. No enseñan la vida tal como es, sino como queremos que parezca. “Las personas tienden a compartir solo lo más destacado de sus vidas, nunca una realidad completa y objetiva”, explica Yolanda Triñanes. Esa versión editada de la realidad —con filtros, encuadres y frases inspiradoras— acaba construyendo un escaparate emocional que se confunde con la verdad.
Detrás de esa ilusión luminosa se esconde un fenómeno psicológico cada vez más reconocido: el FOMO ( Fear Of Missing Out) , el miedo a quedarse fuera. No es solo una palabra de moda; describe una ansiedad real que se activa al ver cómo otros parecen vivir más, viajar más, disfrutar más. El cerebro interpreta esas imágenes como comparaciones constantes y responde con frustración o tristeza.
Según diversos informes recientes del Observatorio Europeo de los Medios Digitales y la Comisión Europea, este tipo de exposición continuada a contenidos idealizados aumenta los niveles de ansiedad y la percepción de aislamiento.
El ciclo es perverso: abrimos las redes para sentirnos parte de algo y terminamos atrapados en una dependencia emocional que se alimenta sola. Cada notificación es una pequeña descarga de alivio, una promesa fugaz de compañía que, lejos de calmarnos, nos empuja a seguir buscando la siguiente. Y no solo los jóvenes caen en ese vaivén. También muchos mayores se asoman a las pantallas en busca de compañía, de una palabra amable, de un “me gusta” que rompa el silencio de la casa. Pero ese espejismo de afecto se desvanece pronto: no hay abrazo al otro lado del teléfono. La realidad —esa que cura y sostiene— sigue estando fuera, en el grupo que baila los jueves, en las manos que se manchan de pintura, en la charla improvisada del paseo. Allí donde aún se miran los ojos sin filtros ni algoritmos.
Limitar, filtrar, equilibrar
Según el informe Digital 2024 elaborado por We Are Social y Meltwater, los usuarios de entre 16 y 64 años pasan una media de 2 horas y 23 minutos diarios en redes sociales. Ante estas cifras, los expertos en salud mental no dudan: “el primer consejo para protegernos es limitar el tiempo de uso”. Además de la cantidad, es necesario prestar atención a la calidad, fomentando interacciones positivas, evitando la comparación social y filtrando el contenido”.
El mensaje es claro: el control está en nuestras manos. Las redes no desaparecerán, pero podemos aprender a convivir con ellas de forma más sana. Se trata de alfabetización digital, de enseñar —y aprender— a identificar los contenidos que dañan, a desconectarse cuando la ansiedad asoma y a recordar que la vida real sigue fuera de la pantalla.
Recuperar la mirada
Quizás la verdadera revolución digital consista en levantar la vista del móvil. En volver a mirar de frente, a conversar sin notificaciones interrumpiendo, a disfrutar de un café sin documentarlo. Psicólogos y psiquiatras coinciden: el equilibrio es la clave. Recuperar espacios de desconexión no implica renunciar al mundo digital, sino devolverle su lugar.
Los especialistas en salud mental insisten en que desconectarse también es una forma de cuidarse: salir a caminar, quedar con amigos, escuchar música o abrir un libro son gestos sencillos que equilibran la mente y el cuerpo. “No solo ayuda a reducir la ansiedad, también mejora la calidad del sueño y la percepción de bienestar”. Dedicar tiempo a actividades presenciales —caminar, practicar deporte, compartir una comida o simplemente conversar— refuerza los vínculos y contribuye a mejorar la salud emocional.
Quizás se trate de rescatar esos momentos pequeños que no necesitan likes: una conversación sin pantallas, una página subrayada, un paseo bajo la lluvia. Momentos que no generan contenido, pero sí conexión.
Porque las redes sociales no son el enemigo. Lo es su uso desmedido, su capacidad para robarnos tiempo, atención y autoestima. La tecnología seguirá avanzando; lo importante será que no se lleve por delante nuestra salud mental —ni nuestra forma más simple, humana y también auténtica de estar en el mundo.
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