La palabra obsesión es la que definiría la obra de este germano que eternizó el renacimiento alemán con sus grabados. Obsesión por la belleza, por conseguir las proporciones perfectas; un empeño en el que desistió al aceptar que sólo dios puede lograr la belleza absoluta. Se obstinó con el cuerpo femenino y lo sublime.
Obsesión por lo novedoso, por la capacidad de inventar en cada trazo, en un intento de reinventarse y desmarcarse así del resto.
Y de nuevo, otra obsesión, la religión. Con escenas de agitación y movimiento celestial en sus primeras etapas de creación y con la serenidad como testigo para el final de sus días como creador.
Durero fue quien puso forma y color a la melancolía, una emoción con la que se definía. Distinguió la melancolía que le incitaba a la reflexión y a la creación, y esa otra que le sumía en la más terrible de las depresiones y le llevaba a la destrucción.
Aún con el Luteranismo en vena quiso rescatar la adoración por la figura de la virgen y de Jesucristo, con alegóricos clavos caídos del momento de la crucifixión.
500 años después, Durero nos recuerda que no hemos cambiado tanto, que manías y fobias se perfilan con distintas perspectivas pero que siguen generando las mismas preocupaciones e inquietudes.