El Fenómeno Moccia

Lo vivo bien porque me gusta la gente. La gente de todo el mundo es además estupenda. Este éxito me ha hecho sentir por primera vez en mi vida que pertenecía realmente al mundo, que formaba parte de él de una manera muy intensa... Sobre todo cuando vengo a España siento una emoción fortísima, ¡me doy cuenta de que las historias que he contado son efectivamente de todas las parejas españolas de todas las edades! Cuando estoy con mis amigos españoles me doy cuenta de lo que estas historias saben provocar, de la pasión con que las leen. Quizá porque sienten que son sus historias. Pero en general me gusta muchísimo que la gente, cuando está conmigo, pueda verme como un amigo, como alguien que ha compartido con ellos momentos de soledad a través de las palabras.

Mis libros han contado el final de una historia, el momento más doloroso, pero también el principio del amor, ese encontrarse a tres metros sobre el cielo, que me parece la cosa más bonita del mundo... Me acuerdo de que una vez, dos semanas después de que saliera el primer libro A tres metros sobre el cielo, y estaba yo en la calle, en Trastevere, esperando a unos amigos con los que había ido a cenar, pasó una chica que me saludó: «¡Hola!» Yo me la quedé mirando unos segundos y luego le sonreí y le dije: «Perdona, pero en este momento no me acuerdo, ¿de qué nos conocemos?» «No, no... —me respondió ella—. ¡No nos conocemos! Pero sé quién eres. Eres Federico Moccia, y me has hecho soñar...» Y luego se marchó sin más... Pero precisamente ella, con esas palabras suyas, me hizo comprender por vez primera que A tres metros sobre el cielo era el éxito. Porque el éxito es eso: hacer soñar. El éxito es hacer soñar no sólo a aquella chica cuyo nombre desconozco, el éxito no es cuánta gente te lee, sino el simple hecho de que alguien haya experimentado unas emociones.

Y me siento asombrado y feliz de ser de algún modo un amigo para tantos chicos y chicas. Los jóvenes son intensos, están llenos de emociones, de preguntas, de respuestas que buscar, de dudas y de voluntad. Son un universo magnífico en evolución. Yo no hago más que observarlos. Con respeto, dispuesto a dejarme sorprender cada vez más. Viviendo. Mirando a mi alrededor. Escuchando a los demás. Existen, son reales. Por eso, además, muchos chicos y chicas se reconocen en mis libros y muchos padres ven a sus hijos, ven lo que éstos no desvelan, en las páginas que escribo. Creo que los jóvenes, desde siempre, independientemente de la época, no desean más que comunicar e intercambiar ideas. Ya usen una carta, una paloma mensajera, un e-mail o un sms... El amor es en verdad el motor del mundo. Nos enseña a construir, a compartir, a dar valor a aquello que demasiado a menudo se nos escapa. El amor hace que todo sea maravilloso e importante. No hemos nacido para estar solos, para encerrarnos en nosotros mismos, para rechazar a los demás. El amor es sonrisa. Incluso cuando lloramos. Y la sonrisa es un valor: no significa sólo curvar los labios hacia arriba, sino tenerla dentro. Una sonrisa que brota del vientre y sube hasta la cara para después volar hacia los demás.

Una sonrisa que se contagia. Nacida de la capacidad de vivir serenamente la vida, sin envidias. Estar celosos de los demás, señalarlos con el dedo, hacernos las víctimas no sirve para nada, es tan sólo un gran desperdicio de energías. Y los jóvenes lo saben muy bien. Somos nosotros quienes con frecuencia lo olvidamos. Y les contagiamos negativamente. Y también saben que hay que ser siempre curioso, sin dejar nunca de aprender. Cada experiencia, tanto si es bonita como si no lo es, constituye una lección.

¡¡¡Esto es algo que los jóvenes tienen muy claro!!!